miércoles, 8 de septiembre de 2010

Desde la atalaya









Llegamos caminando a Markaqocha casi dos horas después de empezar el viaje, la plaza de toros y el cementerio al costado de la iglesia tenían mucho verdor. Al subir a la pequeña torre me di cuenta de que podía ver el precipicio donde el río rumeaba su corriente por los meandros creando marismas que brillaban a la luz del sol de medio día. El calor era brutal pero a lo lejos se adivinaba la lluvia gracias a las nubes desgarradas como el ángel de la muerte del éxodo. Más allá del valle pequeño nos esperaban aún dos horas más para llegar a Huilloc, y tres horas para Pataqancha. Ahora que lo veo en perspectiva, la visión de esta iglesia fue lo único que me dio reposo ese día, el resto fue muy duro e incluso al volver cuesta abajo cuando la lluvia y el frío eran penetrantes, la misma iglesia lucía desamparada rodeada por la misma hierba verde que le había dado vida unas cuantas horas antes: "Así comienza la destrucción de las cosas" me dijo ella y yo no pude estar más de acuerdo.

1 comentario:

Mayte dijo...

A veces la más bella soledad, es el anuncio final... Tus imagenes siempre ofrecen belleza, de esa que serena.

Besiño.